El Bicentenario, una celebración contrapuesta a la memoria del origen
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Hay problemas históricos cruciales para los pueblos y, como diría Hilarie Belloc, “comprenderlos de un modo correcto es comprendernos bien a nosotros mismos”. Aceptar las explicaciones corrientes de esos problemas comporta el riesgo de “interpretar erróneamente nuestra propia naturaleza como pueblo. Debemos saber lo que creó nuestro pueblo y lo que amenaza con destruirlo”. Así que, como debemos conocer la piedra de la que fuimos tallados y en el contexto del Bicentenario de los actuales Estados nacionales hispano-americanos comenzamos desde hoy una serie de artículos en relación a la verdadera historia de la independencia de Latinoamérica. Abordaremos unos episodios decisivos de la historia hispanoamericana: los que condujeron a la independencia política de casi toda la América española, de 1810 a 1825.
En este número presentamos, a manera de introducción, algunas reflexiones sobre el tema del Bicentenario, comenzando por las razones que nos llevan a querer conocer una historia más cierta, teniendo en cuenta como una premisa de nuestro análisis que el juicio sobre una realidad histórica es tanto más interesado en la objetividad del conocimiento histórico, cuanto más el sujeto que lo realiza está educado en someter la razón a la experiencia.
Esto significa que la curiosidad por los hechos acontecidos se moviliza hacia la consideración de la totalidad de sus factores, comparándolos con la experiencia elemental (el conjunto de exigencias y de evidencias con las que el hombre se ve proyectado a confrontar todo lo que existe) de quien intenta conocer, pero reconociendo esta misma experiencia elemental propia del yo-en-acción en los mismos protagonistas de esos hechos del pasado, porque el sujeto que juzga en el presente se reconoce a sí mismo implicado en el conjunto de esa historia. La experiencia elemental es sustancialmente igual en todos, aunque luego esté determinada, traducida y realizada de modos muy diversos, incluso aparentemente opuestos.
La objetividad y la seriedad en el trato de los testimonios y demás signos que documentan los hechos del pasado suponen, entonces, una experiencia de la propia humanidad presente. Por eso la historia es una aventura de la libertad siempre en estado de inicio en su postura última ante la realidad, frente al Ser, en las circunstancias dadas. Una lectura histórica tanto sea defensiva o de “leyendas rosa”, cuanto agresiva, justiciera y maniqueísta de “leyendas negras”, es inhumana, a-histórica y anticientífica.
Esto no significa que no hay que juzgar los hechos del pasado (aunque hayan algunos puntos oscuros, en lo esencial, conocemos “los hechos” y el “como” sucedieron), sino que la primer justicia y el juicio adecuado con respecto al mismo, es reconocer los hechos en su contexto, es decir, no los hechos recortados sino los hechos completos, en su plexo intencional real. Y esto es especialmente importante hoy, en una mentalidad para la cual no hay hechos de significación universal, no hay verdades, sino sólo interpretaciones según la opinión y el gusto particular, que no reconoce el contexto real de lo acontecido sino que la interpretación y valoración de los acontecimientos se hace desde la perspectiva ideológica de quien opina hoy.
Sucede así que, en palabras de Hannah Arendt, “la misma Historia es destruida y su comprensibilidad –que se basa en el hecho de que es realizada por hombres y, por lo tanto, puede ser comprendida por los hombres- se encuentra en peligro siempre que los hechos ya no sean considerados como parte del mundo pasado y del actual, y sean mal empleados para demostrar esta o aquella opinión”. Pues: “La diferencia mayor entre los antiguos y los modernos sofistas está en que los antiguos se mostraban satisfechos con una pasajera victoria del argumento a expensas de la verdad, mientras que los modernos desean una victoria más duradera a expensas de la realidad”.
La convocatoria oficial, ante todo política, a celebrar el Bicentenario (entre 1810-1825) de la formación de los Estados nacionales hispanoamericanos, es ambivalente. Por un lado, ante el hecho celebrado, algunos episcopados han puesto el énfasis en el querer ser nación (la CEP ha preferido en su Mensaje de marzo/2010 usar el término patria), en la permanente precedencia cultural de la comunidad nacional incidida desde el comienzo por la presencia católica y en el previo y concomitante proceso de formación de la sociedad civil, señalando la tarea de reconciliación y justicia social (a menudo encomendada ante todo al Estado), para reconfigurar una comunidad históricamente viable que retome hacia un futuro de integración latinoamericana su unidad de nacimiento hispanoamericana. Se señala también la presencia de hombres de Iglesia en los mismos sucesos independentistas del siglo XIX, que dieron lugar a los Estados actuales. Por otro lado, desde el poder político se tiende a enfatizar la configuración todavía en proceso del Estado moderno autárquico, como proceso político-militar forjador de la nación laica, democrático-republicana y progresista a pesar de sus excluyentes y, en ciertos períodos, belicosas contradicciones.
Frente a estos énfasis relativamente contrapuestos, se agrega un hecho notable. La conmemoración no suscita grandes polémicas, porque no se sabe a ciencia cierta qué se celebra, más allá de un cierto patriotismo alegórico, frente a la crisis de la presunta autosuficiencia, en todos los aspectos, de los mismos Estados nacionales decimonónicos. La celebración más bien necesita ser promovida desde los gobiernos, porque no alcanza a ser expresión del alma de la gente, incluso si se la compara con el optimismo del primer centenario. Pero sobre todo si se la compara con la parafernalia de interpretaciones en disputa del sentido de la celebración del Quinto Centenario (1992) del Descubrimiento de América (1492), entre indigenismo, liberalismo positivista, nacionalismo tradicionalista, liberacionismo socialista. Índice de que aquí sí, en este origen, se juega algo decisivo, que toca el alma de la gente, que pone en vilo a intelectuales, educadores y militantes ideológicos. Porque impacta en la cuestión acerca de cuál sea la tradición vital esencial a la que atenerse. Entonces, el significado del Bicentenario sólo se esclarece en su nexo con el Quinto Centenario y afecta a la propuesta educativa que hilvana el sucederse de las generaciones de esta comunidad histórica forjada desde un nacimiento común.
Es notable que, mientras Estados Unidos celebra el 12 de Octubre (Columbus Day) asociándolo a su identidad como nación, en Hispanoamérica, que debería ser el epicentro mundial de esa conciencia, tras dos siglos de laicismo escolar y un siglo de utopismo estatista-revolucionario universitario, se deplora la memoria de ese acontecimiento histórico, en aras de una autosuficiencia cultural autóctona o de un posterior trasplante ideológico abstracto pero de moda. Esto oculta lo más evidente: el nacimiento, desarrollo y presencia actual de un pueblo nuevo en la historia que, en su diversidad de matices regionales ha sido generado por el Hecho cristiano en la Iglesia Católica, dando lugar a un proceso dramático y abierto de mestizaje étnico-cultural, que se conforma entre los siglos XVI y XVIII, y prosigue en toda América.
Puede decirse, en consecuencia, que la del Bicentenario es, en cierto modo, una celebración contrapuesta a la memoria del origen, enfatizada por el enemigo de la identidad generativa de este pueblo nuevo. Políticamente, aquel hecho de hace doscientos años, significa la desintegración de Hispanoamérica, su “balcanización” mediante la demarcación de fronteras rígidas entre múltiples Estados, en varios casos forzados a serlo. Pero, este proceso, por su propia lógica de segmentación y ruptura con la memoria histórica, como presunto intérprete exclusivo de la modernidad, ha entrado en crisis terminal en su pretensión de inculcar una identidad ideológica capaz de congregar y construir en paz y libertad. Sólo quien pertenece a un factor total, presente, humana e históricamente decisivo, inmanente a la totalidad de esta historia americana, está en condiciones de protagonizar un nuevo inicio desde la raíz viva, aprovechando la misma circunstancia del Bicentenario.
Como subraya José Luis Restán “La tentación de padecer la historia en lugar de vivirla es hoy quizás más fuerte que nunca. Unos porque cultivan el ademán de la mera resistencia frente a un mundo, una cultura y una política crecientemente hoscos para el catolicismo (…). Otros porque siguen buscando la disolución cultural del cristianismo como única salida” (el resaltado es nuestro). Además, como dice Massimo Borghesi recordando a Del Noce, “La identificación entre modernidad y ateísmo [como anti-cristianismo] es el error que comparten las dos posiciones contrarias del laicismo y el tradicionalismo católico”. Ante esto es preciso tener en cuenta dos factores: 1) Que América es el único continente extraeuropeo cuya formación cultural tiene en forma inmediata el mal llamado “mundo medieval” a sus espaldas (que es la época cultural constituyente de la Europa que existe), de modo que nuestro Continente no puede entenderse a sí mismo sin arreglar cuentas con esa decisiva época cuya incidencia tiene proyecciones mundiales. 2) Que América surge en la historia -por primera vez efectivamente mundial a partir de la sincronización ibérica de la Tierra- con el inicio de la modernidad europea y es ella misma piedra de toque del nacimiento de la modernidad.
Llegado el 2° Centenario nos encontramos con un estado de emergencia educativa donde el régimen laicista de la escuela secundaria, los docentes formados por una universidad que anestesia el yo y los despoja de un nexo crítico apropiador de la propia tradición, la prohibición institucionalizada de hacer preguntas que implican un compromiso con la vida como un todo y que afloran en todas las disciplinas, hace que la multitud juvenil se desinterese y en gran número desista de la escolaridad. Pero en ellos se juega el futuro inmediato de América Latina. ¿No es éste un signo contundente de que necesitamos apropiarnos del sentido del Segundo Centenario, centrándolo en una perspectiva que abra la mirada al “desarrollo de los pueblos”, a partir del ejercicio de la libertad de educación de la persona como concreto protagonista responsable de su vida y, en consecuencia, del bien común? Sólo el Hombre Nuevo es capaz de atraer a los jóvenes y generar con ellos hombres nuevos.
GL